- CAPITULO IV


Los pasillos de los hospitales siempre me dieron miedo, son como los espejos, al final de ellos uno se encuentra solo con uno mismo. El olor es a muerte y las enfermeras parecen novicias del mal, siempre con algo doloroso entre las manos y sus nalgas llenas de vida en el lugar menos indicado. Visitar enfermos es una obligación, mucho más si es que somos culpables de sus males y aburrimientos. Ella y su idea fija de amarme como si fuera lo último en su vida, ella y sus novelas incompletas, sus pastillas...yo una más de ellas. Aquí una vez más para decirle que la amo, con cara alegre y divertida, que me perdone, no quise presionarla hasta ese límite, decirle que no me importa, que es bella, si es verdad, eso es la más pura verdad ¡Es muy bella! Me necesita y me gusta sentirme necesitado. Y qué importa que me ame, al final es un sentimiento inofensivo, la pobrecita...ella es la que me ama y...yo a veces también la amo, no importa...sí, le diré que es muy pero muy bella y que la amo y que eso la convierte en un ser muy pero muy amado.
Llegó al final del pasillo y sintió que un gas se le escapaba lenta y silenciosamente, abrió la puerta y entró decidido a convencer a una moribunda mujer que vale la pena vivir, para morirse existe todo el tiempo del mundo, mas para vivir, solo éste segundo. Se remojó rápidamente los labios y puso sus ojos más brillantes.
Ahí estaba ella completamente desnuda sobre la cama recostada sobre dos almohadones, todo lo que tenía que estar estaba: blanco, rojo, parado, duro, dispuesto, blando, húmedo, todo con vida. Una belleza sonreída. A su lado un hombre tembloroso, trataba de soltar rápidamente de sus manos los senos de ella y de sus labios se desprendía una dolorosa sonrisa de placer y sorpresa.
Y él...parado estúpidamente en la puerta con su nombre en la frente, Carlos María de Las Mercedes Juan de Dios Fernández Descubridor Manucci Tirador, mirando el verdadero significado de la vida. Su traje se arrugó y el brillo de sus zapatos Bally desapareció, avanzó ofuscadamente hacia la mesa de noche y colocó ruidosamente la botella de vino sobre ella, "Blanc de Blancs" cosecha 74. Ella seguía desnuda y el hombre no podía desprender sus manos de aquellos pegajosos senos.
¿A quién se le ocurre traer una botella de vino, a una enferma al hospital?-Decía ella mientras abría ligeramente sus piernas como un involuntario reflejo al ver el vino.
- Y ¿a quién se le hubiera ocurrido hacer el amor con otro hombre que no fuera yo...y en el hospital?...¿Las puertas no tienen seguro?
Salió rápidamente del cuarto, ella sonrió mirando el vino y el hombre volvió a lo suyo. Los parlantes anunciaron insistentemente: "Doctor Huirckson a emergencia por favor". Por supuesto no hubo respuesta el doctor Huirckson era el hombre, y para entonces no eran solamente sus manos las que no podía desprender.
Esa noche murió despiadadamente un lindo canario en las manos de un hombre celoso. Vindicta, vindicta!!!!!!! todo está consumado, por la infidelidad de las infidelidades, la más grande de todos los siglos, la Divina, la única, la más irónica. Amémonos en el pecado original. Por los siglos de los siglos....