- UN SUEÑO FAMILIAR: MI PADRE Y YO

La muerte. El traje de luces no le permitía sentarse cómodamente, haber vivido en él por dieciocho años no fue suficiente tiempo para que éste se estirara, algunas veces sentía un leve dolor en las arterias que le recordaba el espasmo del miedo, con mucha habilidad alargaba el cuello al mismo tiempo que aflojaba las piernas, se sentía por momentos más cómodo. Nunca pensó ser matador en el tiempo que todavía podía escoger su destino o parte de él, su ascendencia alemana lo empujaba por la carrera militar, mientras su parte ecuatoriana ejercía una frenética presión por hacer de él cualquier cosa que le permitiera vivir intensamente, profundamente, con mucho colorido. En verdad no le faltaba coraje, nunca mostró miedo por la sangre, de niño él era encargado de cortar el cuelo a las gallinas para el consomé familiar de los domingos, lo hacía con tino de cirujano. Según su padre, era por naturaleza un experto en el arte de matar. Juana, su abuela ecuatoriana siempre le resalta repetitivamente, su porte orgulloso y quijotesco, su introvertida apariencia andaluza, sus ojos brillosos con la luz del misterio. Según ella, estaba destinado a ser un hombre de arte; un torero con estilo sentido y hondo sin adornos ni dramatismos, torear sería para él, repetía la abuela, como hacer el amor con el cura; puro misticismo. La geografía donde pasó su niñez su pubertad y su juventud no le ayudó a correlacionar su concepto de la vida con su actual profesión, en medio de los Andes vio más gente quedarse preñada por pasar bajo el arco iris que toros en los ruedos, pero le sirvió el principio fundamental del quite, descubrió muy tempranamente que son dos: el uno a la muerte y el otro a la vida. A sus diecinueve años recibió su primer y único traje de luces, el que ahora lleva puesto, desde entonces ha lidiado y ha matado novecientos toros. Ayer fue su última tarde, era un animal no tan grande, rojo apocalíptico, era un toro Carriquirri de nombre Nazario, con 457 kilos, la bravura le fluía uniformemente, era un espíritu; pura vitalidad e intensidad. Presentó una pelea sicológica, simple para el público, boyante según el torero. Realizó solo seis pases: una verónica, una media verónica con mucho ritmo, una chicuelina, una gaonera, un derechazo y finalmente un natural muy largo, plegó la muleta y levantó el estoque y entregó su pecho; el toro murió y él también. Siempre concibió su muerte de esa forma aunque su secreta preferencia, cuando estaba vivo, era morir enredado entre las piernas de su madrina de primera comunión, Klara.
La necesidad de ser matador implicaba también la muerte en él pero eso no le preocupaba, ya estaba muerto, lo que le daba vuelta el cerebro era que no le había hecho el amor a Klara desde hacía una semana. Ahora lo veo incómodamente sentado frente a mí; sentado frente a su propio cadáver. Yo pensando en mí y él pensando en Klara.
La decepción. Se levantó rápidamente, como evitando una cogida, su traje de seda y oro me pareció más brilloso que el mío, se me acercó, me miró con cierto asco, me dijo que el toro no era un Carriquirri que era un negro Vistahermosa. Era una observación importante, comprendí rápidamente que un error de percepción, un simple error de comunicación causó mi muerte. Se alejó con la cabeza baja, con caminar lento entró en el callejón de las mil decepciones, fue una equivocación, corrigió su rumbo, salió a la plaza, era su primer paseíllo, su primer toro, eran sus diecinueve años, se sintió terriblemente abatido, no era lo que él esperaba de la muerte. Lidió novecientos toros más y el último Carriquirri o Vistahermosa lo volvió a matar. Sentado frente a mí lo vi llorar, me dio mucha pena, estaba más viejo. Se acercó lentamente, me miró y sonrió, me dijo que ahora estaba seguro que era un Vistahermosa y que había comprendido que no estaría con Klara nunca más. Le tenía loco, aunque muerto. El recuerdo de su desnudez, se le había metido el salvaje olor de su cuerpo y extrañaba tanto sus locas y descontroladas manifestaciones de amor como el arroz con lenteja y carne asada que ella siempre le ofrecía después de que lentamente se apaciguaba. Me había convertido en su querencia natural, yo pensaba por él, por mí mismo.
El engaño. Su cara envejecida me recordó a su padre, al mío, era un alemán-judío que emigró a Los Andes huyendo de la embestida nazi, era el único sobreviviente de siete hermanos, siempre me hablaba del olor a quemado, a miseria humana. Desde su primer razonamiento sintió mucha lástima por la gente que moría dantescamente en todas las historias que todos los días le contaba su padre. Ahora le da pavor pensar en el sufrimiento de aquella gente al haber descubierto que la muerte es repetitiva, pero le afectó más el hecho de no haber muerto de amor, expresándolo por medio del acto que él y Klara habían inventado para los dos. No quiso ponerse triste pero lloró, yo también quería llorar, creí haber descubierto una terrible realidad pero no quise comentar con él; lo vi muy triste. El principio en que habíamos basado nuestra vida, nuestra muerte, el principio del quite, era falso. El quite es material, real. La vida y la muerte eran relativas. Klara lo engañaba. El se dio cuenta de este hecho sin que yo hiciese el menor esfuerzo para explicárselo. Me miró como de costumbre, vi en sus ojos esa luz que decía la abuela. Lo vi caminar, no era porte andaluz, era un caminar firme, juvenil, bullicioso, era un viento de páramo, era una montaña gigante y fría, era un purista del arte. Tenía más casta que un toro Carriquirrri, un Jijón, un Cabrera, un Vasqueño, un Vistahermosa. Tenía la bravura fundamental de un cóndor, la fiereza y la casta de un puma, La nobleza dada por su estado mental apacible, era todo un matador. Lo vi salir a la plaza, a su primer paseíllo, su primer toro, toreó con estoicismo, quieto como un poste, a ese y a todos los demás. Llegó Nazario, me miró y comentó que yo había tenido razón, era un Carriquirri, lo dejó correr dos vueltas a la arena, concluimos que era un toro boyante, algo codicioso, pegajoso, daría una pelea espectacular, dio un tumbo. Esta vez realizó doce pasos, dos de cada uno, plegó la muleta y levantó el estoque, lo montó y se tiró a matar con el pecho adelante, el toro dobló, mientras él se levantaba ileso en esta ocasión. El quite funcionó, era uno solo, el quite del quite. Corrió a meterse en la cama, Klara lo esperaba.
La realidad. Súbitamente dejó de ser un cadáver, terminó el sueño, yo seguí frente al lugar vacío que él ocupaba, soy parte eterna del sueño, él seguirá siendo parte circunstancial de su mundo material. Se despertó despacio, abrió sus ojos con timidez, se sintió sudado, vencido por sus problemas. Recordó lejanamente el áspero sueño que acababa de tener y dudó si había terminado o estaba comenzando. Extrañó a Klara, le dolió el pecho, miró de reojo el reloj, se levantó de prisa, entró al baño, se sintió ligeramente mareado, se miró al espejo presintiendo que el reflejo quería advertirle de algo, racionalizó su impulso, pensó en lo absurdo de sus sueños y presentimientos. Le dolió el pecho, cerró los ojos, vio un inmenso toro negro embistiendo a treinta kilómetros por hora. Le dio mucha hambre. Pasó por su cuerpo un deseo intenso de amar y sentirse amado. Por última vez se sintió humano.
La enfermedad. Fue un para cardíaco, producido por una crónica y prolongada vida dice el informe médico. En realidad lo mató su propia conciencia es el decir de Klara. Yo pienso que fue ella, sí, fue Klara.